La insoportable levedad del ser no lo es tanto si notas el peso de otro ser; es decir, que la suma de las levedades nos convierte en carne formidablemente tóxica. Si las estructuras óseas van bordadas de músculos compactos-y a mi parecer, eso es lo mismo que cincelar sobre mármol la figura inculpada del gemido ahogado-ser desde fuera y desde dentro del cuerpo se convierte en tarea fácil. La agilidad de existir se consigue durante tan pocas horas. Las esperanzas sucias son, a veces, las más agraciadas; cuánta avidez y qué escrúpulos tan ligeros somos capaces de detraernos mutuamente de la boca. Que se beban tus vientos no siempre debería ser tan importante. Vale más toparse con la extraña circunstancia, rondarla, tentarla, catarla, asumirla como tal, como recóndita armonía, que esperar mientras se gangrena la piel, a que alguien venga a desvivirse con vehemencia. Pero a probar antes de constatar se aprende a base de palos. De palos de ciego, además. Arquear la espalda conlleva tanta carga embellecida, tanto éxtasis por todas partes, que hacerlo a solas es una lástima; ser arqueada por encima de doblarse con mano propia, ser aferrada por encima de sujetarse al extremo del colchón en la lúgubre soledad del que va a dormirse con la cama vacía. La infinita sucesión de un fuego que no tiene talla, de un delicadamente bruto chocar contra la pared, esa es la historia que vamos a contar. Sin candelabros, ni bailar-pegados-es-bailar, ni mampostería ornamentada en los ojos: ser, estar, sin parecer. Solo siendo y sencillamente estando. Múltiplos de extremidades enzarzadas en no sé que turbulencia, atrapadas en no se sabe qué debacle de leyes físicas. Caos engendrando caos y después gloria. Los tobillos delgados que se dejan convencer para dormir con alguien, los nudilllos cosidos, el color indefinido que tenemos todos por las noches. Quitarse el sueño entre sorbo y sorbo. E insisto, no calcular la dimensión de ninguna cosa, no hacer números, sumando cualidad y restando faltas, jamás pedir explicaciones; silenciar lo que sea que se pasee por la mente. Encajar las piernas, eso. Eso y con encanto. Quizás echar un vistazo al hondo pozo que descansa al pie del núcleo incendiado, asustarse al no distinguir el fondo, acobardarse un segundo y volverse torpe. Pequeña concesión al espíritu humano del miedo. Pero seguir, no estremecerse en el punto de no retorno. Toda esta paz y todo este vestigio. Nada lamento al final del velo reticente y deshilado de mí desconfianza, nadie llora. Porque la vida era esto. Nada más y nada menos.
Paula Sanz.
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