[...] un monstre qui ne fait que le mal
et qui croit être sûr
de découvrir les causes profondes,
et meurt trop tôt. [...]
Jean Cocteau
Hay una cosa que me impacienta sobremanera y es ver a la gente
tranquila ser feliz.
Me impacienta de fuera, tangencialmente, en las conversaciones de las parejas en el transporte público. Cómo no le
dejas plantado allí mismo (me pregunto, mordiéndome la lengua, deshecha en
resoplidos), entre parada y parada si hace falta, cuando él te habla de
banalidades como que hoy en el trabajo sucedió equis y no de lo estremecedora que
empieza a ser la perspectiva de tener una izquierda europea sólidamente constituida a base de elecciones y
referéndums, aunque sea una bárbara la que convoca estos últimos.
Personalmente, me supone un reto de colosales proporciones ver la
felicidad de otros allá donde reside la infelicidad mía. Me impacienta de dentro,
taxativamente, cuando me sacan a cenar y me hablan de que hoy en el trabajo
sucedió equis, de anteriores parejas o, peor aún, de dinero. Con lo cómodo que
sería elucubrar sobre el papel de la sociedad civil en Líbano ahora que están
desalojando a la población extranjera por posible contagio con Siria. Una cae
redonda. De verdad que la facilidad de la mujer ante ciertos contextos conversacionales
es irrisoria.
Impacientarse, como las virtudes aristotélicas y las fiestas de guardar, procede de la costumbre. Nos acostumbra a estimar al ser humano a través de un utilitarismo disimulado: me ofrezco en una medida directamente proporcional al tiempo que se consiga mantener a mi curiosidad boquiabierta. Soy consciente de que mi praxis
colisiona con mis postulados: un proyecto de a dos solo tiene sentido ante la
sensata determinación de hacer feliz al otro, no en función de lo efímero que
sea el camino a la verbena (si se quiere, ¿por qué esperar?) o de lo intenso
que sea el pasodoble (la cantidad de adrenalina que se emita en la colisión
dialéctica).
Algunos domingos por la tarde me sucede que me cruzo en la vida de
alguien que no vive a matacaballo, que representa a esa franja del género
humano que bendice la tranquilidad. Esa que ve impericia en la impaciencia. Esa que no parece preocupada por el miedo
que cimienta un modus vivendi consistente en mucho exponerse y poco
dormir: morir (demasiado) pronto. Esa que luce destrezas discutibles como tener
poca memoria o planear con calma. A una se le atascan las balas de fogueo
cuando se sorprende volviendo a casa entre moralejas (Paula, debías haber reparado en
la idiosincrasia del curso de la historia: lo que para ti ha de detonar ya, a
otros todavía les está pillando de improviso), cuando a una le estriban los
líbanos y cuando a una le apagan las verbenas.
paulasánchez
¿Por aquí está cara la sencillez, no? O debe de ser que es gratis, y de paso burda, aburrida, facilonga y con cara de mesuenasdealgo. Lleva un vestido honesto. Esos ropajes dejan ver la verdad, no hay caminos retorcidos en los que perderse y hallar qué se yo. Resulta vulgar.
ResponderEliminarParece ser que estar en una cebolla es abrigadito, calentito y seguro. Nadie te reconocerá entre tantas capas, nunca llegarán a tu refugio. Pero seguro que se llora mucho dentro de una cebolla.
Por cierto me ha gustado. Visto así, podría haberle dado a me gusta y santas pascuas. Pero hubiese sido demasiado sencillo.