martes, 2 de noviembre de 2010

Thou shalt come adrift.


Mira que somos los dos más madrileños que los barquillos en San Isidro, pero no ha habido manera de contener un par de lagrimillas mientras exhalábamos vaho sentados en el suelo del balcón, cada uno apoyado en una contraventana azul. Bueno, las lagrimillas (léase goterones) corren a mi cuenta: él se ha quedado callado sin atreverse a mirarme. No vamos a ser nosotros quienes contradigan las tendencias españolísimas a la hipérbole cuando nimio y viceversa, a los cánones de género, al teatral por defecto. La cosa está en que me voy. Bueno, o más bien en que yo vuelvo y que a él poco le queda. A los dos nos encanta Madrid y sin embargo ahí han estado nuestras retinas cantando saetas.

Que para saetas, las que van a atravesarme el donaire capital cuando ponga un pie en la misma. Sabemos los dos, yo más que él, que la manera de ser a la que hemos dado cuerpo en unas coordenadas espacio-temporales dadas aguanta en pie lo que su plazo perentorio. Que yo soy y padezco de equis manera aquí pero que fuera de los corchetes de la ecuación equis no tiene sentido. (Que reprimir las ganas de sustituir “fuera de los corchetes” por hors crochets, pese a la certeza de que lo expresarías más rápido y mejor, va a durarnos dos telediarios porque el francés, como los metales y las ganas de vivir a contrarreloj, tiene tendencia a oxidarse.) Tomar conciencia de que estás a horas de que se desencadenen los primeros síntomas de corrosión y, lo que es peor, de que no tienes derecho a señalar culpables porque el billete de vuelta lo reservaron tus manos y lo sufragó tu bolsillo, te deja la boca seca. Por eso me oigo decir a Javi que el problema no es no estar; es volver. Y él asiente, manteniendo la faz derecha de su rostro pegada a la almohada, los ojos cerrados, el semblante indefinido; como si quisiera derribar mis verdades como puños con su indolencia.

Lo duro, prosigo, y me noto hablar a trompicones: pronunciar una frase es descobijar una certeza, descobijar una certeza (catar su deje amargo) es pisar una mina, y así sucesivamente. Lo duro no va a ser desacostumbrarte a oír erres velares, a hilvanar con acentos agudos todas las palabras, a coger el metro en vez de alquilar una bicicleta. Ni echar de menos un concepto de la religiosidad sui generis: que el nombre de la laicidad sea santificado y las huelgas de la red de ferrocarriles, el pan nuestro de cada día. Ni lijar la agudeza de una conciencia ciudadana que paradójicamente es concienzuda y es ciudadana, siendo el segundo sustantivo, de puro contundente. Ni dejar de encontrar material para escribir largo y tendido en la esquina de cada bulevar, en la tendencia local a la elegancia por defecto, en la abundancia de encuentros fortuitos (más que encuentros, colisiones). A veces arrasa con mi tendencia a las quimeras un cierto espíritu pragmático espetándome que si no tengo nada con lo que alumbrar al mundo, deje en paz las candilejas, y esta es una de ellas.

Lo insoportable va a ser invertir el signo. La naturaleza residual del movimiento. Obligarte a frenar la vorágine. Exigir sensatez a las taquicardias y creerte que no por ello estás extirpándole su sentido al verbo vivir, sino dotándolo de uno diferente. Cuesta arriba se va a hacer rebajar las expectativas para con los otros y con uno mismo: no mantener conversaciones en cinco idiomas simultáneamente y rodearte de personas que considerarían irrisorio el extraer placer de algo así. O mismamente la insultante facilidad de palabra que te otorga el hecho de que, por algún motivo inexplicable, el azar ha querido que tu lengua materna y la tierra que pisas se correspondan. Hercúleo va a ser no rechazar categóricamente el regazo de los orígenes cuando las estadísticas reflejen que estamos en las de siempre, cuando me invada la sensación de que todos a mi alrededor hablan a volúmenes insostenibles, cuando me hayan expropiado Madrid de puro retocada, de puro bulliciosa, de puro magnánima. Vergonzoso, por decirlo finamente, matar los impulsos de condescendencia. Verse venir a uno mismo es de las sensaciones menos gratificantes y al mismo tiempo más reincidentes que existen.

Entre el revuelo de sábanas que levanta mientras se da la vuelta y reajusta su postura oigo murmurar a Javi una ristra semi-inteligible de lecciones cañís: menos gritos, Milagritos, el reloj de la Gare Thiers resta segundos a mis reyertas con la regularidad indolente de quien despacha documentos a golpe de matasellos; a camino largo, paso corto, si tengo los miedos agrupados en caballerías avanzando a paso ligero por mis lizas particulares; y que te lo quiten, que se atrevan a quitártelo, el qué, Javi, lo bailao, Paula, lo bailao.

paulasánchez

2 comentarios:

  1. Muy bueno,Paula.
    Y sí, que te quiten lo bailao!
    un abrazo,
    gracias por enviarme las fotos.

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  2. Me gusta, no, me ENCANTA. Los pelos como escarpias.
    Tu compañera de piso nicense ;)

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