lunes, 29 de marzo de 2010

No sé hasta qué punto es bueno que me gustes (más) a oscuras.


No te imaginas la gracia que me hace que te afeites para la ocasión; que tu voluntad del placer ajeno en general, de dejar tus huellas en mis paredes y otras cavidades en particular, tenga los pómulos tan marcados; la solemnidad que enarbolas cuando estamos entre medias, dan ganas de hacerte cosquillas solo para que me enseñes la imperfección de tus dientes; el ritual de saludarnos con dos besos para restarle importancia al hecho de que es la enésima vez que redundamos, el ritual de despedirnos siempre un poco más de cerca porque, total, sabías a lo que venías; tu manera de perder la paciencia gesticulando al por mayor y tu tendencia a imitar el español abriendo mucho las vocales y terminando todas las frases con joder, no sé de quién lo habrás aprendido.

Le doy a nuestro arte de exprimir las coincidencias dos telediarios.

Tú y yo somos un producto de nuestras culturas. Lo sé porque te mofas de mí cuando sugiero que tomemos pasta con queso emmenthal, vaya ocurrencias; porque tú pides un mililitro de expreso hiperconcentrado y yo un café au lait, double y allongé para mas inri; porque tu concepto de mujer responde a unos niveles de femineidad de los que yo claramente carezco, y eso te viene de allí; porque mi orgullo por firmar con dos apellidos terminados en zeta choca con tener uno libre de todo sonido interdental; porque haces que mi lengua resulte terriblemente prosaica y angulosa cada vez que exilias tu francés o cuando concedes que tu cantabilitá se filtre en él; porque pese a todo una vez fingí la modestia de ignorar je sais pas si les choses marchent comme ça en Italie mais ici sûrement pas y fuiste lo suficientemente prudente como para menguar tu idiosincrasia non, là non plus.

Ya puestos, mengüemos también los afanes de estar dentro del otro.

Tú y yo estamos empezando a ser un producto de esta reciprocidad imprevista. Lo sé porque tú antes no besabas como ahora; porque yo al principio no comulgaba con tus cabos sueltos, tu puntuación arbitraria o tu irreflexión crónica y ahora comienzas a remendarlos, a poner las tildes y a no reflexionar por accidente; porque he aprendido que es mas fácil suavizar tus enfados buscando tu barbilla con la punta de mi nariz que a base de oratoria; que cuando dices que prefieres no significa que quieres pero juzgas mejor usar mitigadores para no demostrarte ávido, tampoco significa que no quieres y no te atreves a decirlo: significa que prefieres; que cuando me sostienes la mirada a distancia y sin parpadear significa que en breves te habrás acercado; que cuando de repente te sosiegas y asientes significa perdona, me he dado cuenta tarde de que querías que pasaran unos segundos de contienda de pupilas antes de besarnos.

Ojo con los cardenales, que no siempre son gajes del oficio.
Paula Sánchez Díaz en Niza (texto); Yolanda Benito Plaza en El Cairo (imagen).

El desenredo de los ejes danzantes.


A quienes nos cambiaron deprisa y corriendo la casaca del concepto de Dos por motivo de fuerza mayor, se nos hace cuesta arriba angular bien el espejo en el que han de reflejarse los actos y palabras de uno. A quienes tenemos de baja por desorientación preventiva la manera en que estilamos existir, se nos antoja prodigiosa la capacidad ajena de vivir improvisando. A quienes la ubicuidad de las tentaciones nos tiene acojonados, la desvergonzadamente excelsa asiduidad de nuestros síes, ya ni te cuento. A quienes aceptamos devoluciones en la sección de Entrega, nos gusta refunfuñar (con la boca pequeña y de refilón, apresurándonos a dibujar una sonrisa para tener contento al otro flanco del mostrador) que el cliente no siempre lleva la razón. A quienes nunca tiramos de lejía por miedo a resultar corrosivos se nos acumulan los trapos sucios en el armario y a quienes nunca terminamos de escurrir bien por miedo a retorcer en exceso nos proliferan las goteras por la casa. A quienes no nos da miedo prometer, terminamos con la sensación de vivir hipotecados sobre bienes vacuos ante acreedores ingratos. A quienes no leemos la letra pequeña, nos dan por culo más de lo recomendable. A quienes nos saltamos los paréntesis, la matemática de las pasiones nos parece una ciencia resbaladizamente inexacta. A quienes hemos barrido los cristales rotos de otros, cargado a la espalda los fardos de otros, digerido las palabras caducas de otros y transformado las ruinas de una en palacio renacentista, no se nos caen los anillos por llamarte guapo. A quienes por suerte o por desgracia los pinchazos de conciencia no nos dejan indiferentes, barrer, cargar y digerir constituyen nuestro particular servicio militar. A quienes leemos primero la última página, los finales previsibles se nos dan de puta madre. De ahí que a quienes sabemos dónde y cuándo vamos a trazar (así de pasada, como quien firma un aviso de llegada) efe i latina ene punto y final nos invade un hedor putrefacto a utilitarismo y practicidad que asemeja nuestra filantropía (llamar amor al amor es de valientes), más que a soneto de Lope, a manual de instrucciones de electrodoméstico de baja gama.
A quienes la vida se nos ha revelado una danza de ejes inconscientes del valor de la razón ejercitada, de la espera y del otro, no estamos por la labor de descorchar nuestro mejor champán por un venga, un aquí y un ahora. Porque no es plan.

jueves, 25 de marzo de 2010

Quiromancias.


Porque (te) pedí permiso antes de entrar para después denegar al bueno de la película el acceso a mi recinto corporal. Y porque ya nadie quema dinero como en el Free Cinema, por pura falta de principios, más que de billetes. Que el humanismo que hipotequé a cambio de un futuro colmado de éxito, lo estoy echando en falta. Si los dedos encallados de sujetar el bolígrafo son casi placer físico. Y si ya por fin he comprendido que no (te) compartes. Tengo la sospecha de que quizás tenga que cargar con unos ojos enfermos, unos huesos enfermos, enfermas bocas; y así será la vida y así será la muerte. Ese peso que nos une.

Porque (me) repito el mismo barrido de luces de neón cada noche, y a veces no hago pie en el suelo del baño del bar. Y es que ya nadie entremezcla versos de Dylan Thomas con coches robados como en la Nouvelle Vague; por insípidos, más que por perezosos. Tendré o no la suerte de parir líneas que abran sendas que cierren bocas que impulsen almas que formen mundos. Si ya al fin he asumido el golpe sobresaliente del cinismo. Y si todo apunta a que en el fondo, (me) sobra la mayoría y (me) faltan unos pocos; así será la vida y así será la muerte. Ese río que nos trae.

Porque le prendí fuego a los residuos de mis abrazos recién horneados, para brindar(me) la oportunidad de pecar a gusto. Ya no hay casi voces como las del Neorrealismo, tan ásperas, tan pasmosas, con ese recado y con esa potencia. Simplemente porque no. Me da la sensación de que voy a ver cómo envejecen mis manos y de que querré creer en la belleza de la arruga con un poso de amargura y otro de piedad. Que (te) habrás quedado lejos, caminado lejos, lejos alcanzado. Si ya adivino la compañía que aprenderé a hacerme con los años. Y si vamos a abrigar(nos) con un amor que ojalá nunca caiga a pétalos; así será mi vida y así será mi muerte. Ese vientre que nos tendrá.



Paula Sanz.

miércoles, 17 de marzo de 2010

I'm not always so stupid.


Moments in Modernism-Georgia O'Keeffe.
En lo elegante y elevado del concepto corporal, describirlo sin tener que lavarte la boca con jabón es, más que una hazaña, una flojera de la voz desorbitada. Sí, se supone que es una flor, pero parece una vagina. Es especialmente lascivo el hueco negro justo en el centro del cuadro, y es mortal y rosa, hace daño y todo lo contrario. Dílo, tienes más calor después de ver el agujero. Los pliegues carnosos de la parte de arriba sugieren una época lejana, aquella que defendía las pirámides majestuosas de la pausa antes del aire, del entusiasmo antes de la alegría. Lo siento, antes eras mucho mejor. Y además, los elementos curvados, la manera de contonear el blanco sobre el lila, de doblegarlos, es idéntica a los surcos que nacen sobre los labios cortados y sobre las costras antiguas de las heridas superficiales. No haces el mismo daño que cualquiera. Mi retórica caduca cada diez minutos, se me terminan los argumentos artísticoejemplares en torno a una pintura que merodea muy de cerca mi concepto de belleza. Vamos, que me parece preciosa desde todos los ángulos. Sí es cierto que mirar la morbosidad hecha cuadro hace que uno recuerde todas las veces triangulares y redondas en las que se compartió con otros contornos, que, lejos de ser simples pieles densas y jóvenes, eran también mentes respetables, exclusivas, deseadas. Creo que careces de este tipo de recuerdos. Yo creo en la minuciosa elección de colores pastel y fríos, como batir en una única espiral el espacio cándido -y en ocasiones helado-, que hay entre muslo y muslo, entre garganta y voz. Quiero decir que a todos nos falta y a todos nos sobra, a veces. No hay nada que invite a pensar en una mano próxima que vaya a salvar esta pulpa de su régimen violáceo,de una esclavitud con el destiempo de padecer. Te ganas a pulso el derecho de ser accesorio. Los dos pétalos rosados enmarcando la hendidura que fue húmeda resultan casi irónicos, son pura nostalgia de todos los ratos que merecieron ser experimentados con las piernas y con la vida abiertas. Lo que resulta irónico eres tú. Ahora ya no quedan recodos ocultos en el dibujo sobre los que, a estas alturas, no hayamos posado todos la mirada incrédula y revoltosa, divagando hacia un distinto tipo de vehemencia y de ardor. Todo esto para decir, en realidad, que lo que pasa es que te estás rozando la desvergüenza y la asquerosa vanidad.





Paula Sanz.

lunes, 15 de marzo de 2010

Verbos muertos.


La desnutrición del plural de los pronombres,
que ojalá sea sanada por pieles femeninas
cayendo de labios de hombres
dispuestos a claudicar.
[Querer]

Trescientas son la veces
que he tragado hierro y calcinado erotismo,
que no me he presentado a la batalla,
por si ceder a la utopía era triunfar.
[Lograr]

La desventaja con que he rebotado en este mundo,
capaz de versificar y nada más,
no alcanza para pagar el sudor de mi frente
ni mis comisuras a medio enyesar.
[Trascender]

Siete osadías como siete pecados,
que ojalá descansen en merecida paz,
el despropósito de ser diferente
o la amargura punzante de tu muerte
enraizada a mi sensato caminar.
[Asumir]

Vivo a veces deseando
un volcán que arranque un lobo
de los hombres desgastados de mi edad;
un girasol bruñido por la luz
de todo los verbos muertos
que algún día alguien volverá a dignificar.
[Existir]




Paula Sanz.

sábado, 13 de marzo de 2010

Eres un puto sábado mudo.

(O cómo formular un breve paréntesis en el letargo de los desasosiegos en octavas italianas).

I
Cállate, mesura, y tráeme la vara
de azuzar las (in)constantes vitales:
hoy toca celebrar los carnavales
de su reanimación;
y apártate, decoro, que acaparas
mis trampolines de saltos al vacío.
Quiero arrojar mis ayunos impíos
uno a uno, en procesión.

II
Qué ingratos los egoísmos que azucaras.
Qué envidia de incólumes apetencias.
Ya quisieran mi carne y mi conciencia
tener tu autocontrol.
Qué lástima de horas dilapidadas.
¿Desde cuándo equivalen los conceptos
de la verdad y la entrega a un proceso
de tramitación?

III
Bendita dignidad, quién te bordara
a punto de cruz sobre mis imprudencias
(«que para cruz la de tus advertencias»,
dice mi sinrazón).
Supo a Baileys mi lengua (y tu garganta).
Dos días después, apestan a queimada:
al no rotundo a salir escaldada
tratádmele de Don.

lunes, 8 de marzo de 2010

Yo solía salvar del anonimato a cobardes.


A senhora Laura Alves (los nombres de este texto permanecen fieles al original porque son precisamente estos quienes lo engrandecen) gana doscientos euros menos que el salario mínimo interprofesional portugués. Está casada con un basurero que tiene por costumbre pegarse una ducha a las dos de la madrugada, porque es a esa hora cuando regresa de trabajar todos los días del año. A senhora Laura fue atleta profesional pero tuvo que aparcar las sendas de polvo bermellón porque en casa había ruido de pocas nueces y de menos escudos. La estela seguida por la carrera futbolística de su marido se da un aire indignamente idéntico.
A senhora Laura y su marido tienen dos hijos: la mayor es ingeniera civil y dirige las tunas masculinas de la Universidad de Oporto; el pequeño acostumbra a entablar una distancia entre las comisuras de sus labios ligeramente superior a aquella entre el Cabo de Gata y el Bósforo. Pertenece a la especie de niños de ocho años que tienen los dientes separados y que cuando se ponen el pijama y te vienen a dar las buenas noches te arrancan pensamientos del género Me lo como de merienda.
A senhora Laura vive a las afueras de Espinho, pueblo pescador de Oporto cuyos edificios de hormigón apenas despiertan de su letargo moribundo en verano. Antes vivía en el centro pero se vio obligada a abandonar su casa de toda la vida con su madre porque el gobierno portugués tuvo a bien construir una carretera y compensarla económicamente con una suma ligeramente irrisoria o irrisoriamente ligera, tanto monta. A senhora Laura vive por lo tanto con su madre de ochenta años, ciega y senil (podríamos tenerla en una residencia, y acto seguido introduce una explicación de oposición como si la caridad, de puro infrecuente, tuviera que justificarse: pero de los trece hijos que eran todos menos tres murieron antes la vida en Portugal era complicadinha sus padres murieron mi padre murió cuando yo tenía tres años ella siempre ha tirado de todo y bueno se aclara la garganta me ha querido). La fecha de llegada de su madre a la casa coincide con la fecha de partida del concepto de vacaciones: hace más de un lustro que a senhora Laura no abandona Espinho.
A senhora Laura se enfunda a las once de la noche en un Golf turquesa del noventa y cinco para recogernos a los cuatro peregrinos desconocidos a los que ha tenido a bien acoger en su casa. Aguarda sentada en una silla con una sonrisa no demasiado explícita -así es como mejor se expresan la complacencia y la templanza- a que terminemos de alardear de las multitudes de principios que pueblan nuestras existencias exentas de responsabilidades. Mi egoísmo y yo, que habíamos venido llorando juntos en el tren, nos avergonzamos de la vanidad de nuestra propia existencia. Hace falta que vengan los pobres a enriquecernos de humildad y otras carencias radiales a quienes nacimos sobrados de dinero ajeno y de vanidades propias. Con suerte en lo que nos queda de camino conseguimos desgarrarnos la cruz de Occidente: la hipócrita prepotencia de una carne y unos huesos contra otra carne y otros huesos, la dignidad cuando esta designa la defunción del espíritu, la parálisis de la compasión por defecto y la ceguera endémica de no saber aprender. A ver si vamos recuperando la humanidad que nos robaron los dogmas convertidos a supersticiones (siempre se ha dicho que los conversos son los peores) y el capital, que nos viene haciendo falta.

So let's not get carried away with the process of elimination.


(EN CLAVE DE DRAMA)

Si deja de parecer Madrid un cementerio sepultado de agua, entonces quizás me entren ganas de dejar el estrangulamiento a un lado y me proponga vestirme con algo que no parezca un harapo. Si dejas de parecer cemento, quizás igual también me entren las ganas. Bebo de la botella helada de la nevera y me parto en escalofríos, desentierro el hacha de guerra para afilar la hoja con la pasividad de un suicida. Vagabundeo por los recovecos de mi cuerpo, compruebo que siguen todos en disfunción, y el pelo, por supuesto, enmarañado de resentimiento. Si esto es el diluvio universal, me dejo ahogar. Con los pies tan fríos solo se me ocurren maneras de arder impunemente, y no tener que partirme los tobillos hasta tu puerta para balbucear ''verás, me vuelvo loca''. Si tuviera un piano seguramente hoy compondría la décima sinfonía. Pero solo tengo un montón de botes de tinta, plumas torcidas, papel rasposo, y unas yemas de los dedos que solo saben deprimir el terreno que recorren. Por qué no estoy convencida de las decisiones que tomo y por qué no deja de pasear por mis retinas el inconfundible esquinazo de tu desbarajuste. Me llega a entorpecer los pensamientos el ruido de la lluvia espesa. Me llegas, no sé desde dónde ni desde cuándo. Otro trago de la botella y esta vez se me tiñen de morado los labios. Para agravar el dolor de espalda, me tumbo sobre el suelo a mecer mi mísera estupidez. Si algún día se acaban los huracanes, entonces igual rompo el cristal y empiezo a entrenarme en la complicada disciplina de respirar sin desgana.



(EN CLAVE DE COMEDIA)

El jersey de lana blanco y solo las bragas y el sujetador debajo hacen de mí el esperpento perfecto para abrirte la puerta y hacer que se te olvide lo que venías a hacer aquí. Me encanta decir la palabra 'bragas' y que suene como un híbrido entre sexualidad y vulgaridad. Bebo a morro de la botella y me regodeo en el placer de hacerlo, tanto, que ni se me hielan el paladar ni la entrepierna. Es más, me entra la risa al tiritar, me castañetean los dientes y me río otra vez; me pasa desde que soy pequeña. Acción-reacción. Acción yo-reacción tú, también. Si esto es el diluvio universal, me las voy a dar de doncella en apuros, a ver si alguien viene y me saca a flote. Se me ocurre merodear por mi cuerpo, y tiene eso algo de perversión que me fascina y me pone de buen humor, incluso cuando se encadenan las tormentas. Caminar descalza por la casa hace que se me ocurran versos sin parar, y qué paz adimensional se instala en mis ojos al contemplar el horizonte sedoso de mis posibilidades. Si tuviera una guitarra haría el intento de aprender Tears in Heaven y así ir con el tiempo. Curiosamente, a veces me gustan las redundancias; las cosas que redundan de la misma manera que yo me reitero en tí, quiero decir. Se me entumecen los labios de pegarlos contra el vidrio de la ventana y hacer dibujos ridículos. Se me seca la garganta de tanto tararear y bebo de nuevo solo para descubrir que tengo una sed de otro tipo. De purísimo aburrimiento, me recuesto en el suelo, siento los huesos chocar contra este, blasfemo, sonrío, digo 'bragas'. Y si algún día se marchan las borrascas, entonces igual salgo a aspirar el aroma que tiene mi pelo cuando va desde mi portal hasta tu cama.




Paula Sanz.

sábado, 6 de marzo de 2010

Ceasefire.


Nada como repudiar la memoria
al hundimiento de los gestos vanagloriados de tu pasado.
He sentido la costura
de las alas en mi espalda compungida,
y dedos enhebrando cuerdas secas en agujas infectadas
para poder, al fin, librarme de tu plaga.

Nada como ver casi morir
a la mujer de al lado,
para comprender la vocación del tiempo,
reflotar lo genital,
trepar sobre los cuerpos,
tocar tocando y querer queriendo.

Tiene algo de profusa y de prófuga
la debacle de mis días cenicientos y atragantados
en el impulso frenado de irme.
Qué mejor que pulverizar los cimientos
de lo que aquí pase,
para marcharme en equilibrio.

Nada es más espléndido
que abalanzarme sobre el mundo
en estado puro, natal, corregido,
cauterizada de todo el recelo,
repleta de emoción vírgen de quemadura,
fraguada sobre una tierra
que, por lo pronto,
estará eximida de toda atadura.



Paula Sanz.



lunes, 1 de marzo de 2010

Ella, maldita alma.


Solo acorralan los que quieren sacar tajada del pronombre nosotros. Solo ahuyentan los que se regodean en el moho de sus extremidades infrautilizadas. Solo recriminan los que saben que no abundan en razón ni en pies firmes para sostener el argumento. Ella, ni corral, ni huida, ni protesta. Ella, que ni ser, ni estar, ni parecer. Ella, que se va, que se está llendo, que así lo quiso siempre. Que solo inculpan los que no quieren pringarse en el barro. Solo suponen los que andan faltos de ideas. Ella, elegancia como nuevo sinónimo de ver-oir-alucinar. Únicamente reaccionan los que se creen que alguna vez tuvieron ventaja. Y ella, que prefiere escuchar Syd Barret y que no molesten, que está ocupada con a che ora inizia l'imbarco?, que fluye trenzada en días de vino y rosas. Solo llaman a la puerta los que se olvidaron la excusa entre los pliegues del edredón. Solo se ponen nerviosos los que tienen el amor propio descompensado. Ella, de oca en oca y tiro porque me toca. Y solo eligen los que realmente tienen claras las alternativas. Solo son claros los que realmente creen en su intención. Únicamente hiere quien tiene el veneno, la navaja o la piel. Todo lo demás son las sobras de un apócope de laceración. Ella, ni demencias ni niños muertos. Ella, labios de salitre hasta que se demuestre lo contrario. Solo pesa la copa si está preñada de coplas mal ensayadas dentro de cabezas confusas. Solo ajusticiaría el tiempo si ella pidiera justicia, si fuese a mover un dedo. Pero ella no. Ella, que casi cae en la trampa y casi arruga el cartón.




Paula Sanz.