domingo, 10 de abril de 2011

Scratch.



Después, él no aparecía, no respondía y por supuesto, no venía, y ella bebía sin demora, contra su estado físico, se emborrachaba, le maldecía, pedía otra, seguía maldiciendo, y luego pensaba que así era la vida normal, el orden de las cosas que les suceden a las personas. Y él era tan otorgado, tan regular en ser brillante, tan colocado y tan despreocupado que ella se desesperaba, no sabía cómo parar su idiotez, cómo largarse del enigma marrón que había suplantado a su sombra. Entonces, se acordaba de que solía mantenerle siempre las manos calientes, y la toalla de la ducha era negra, y la calle era amplia y empinada, y ya nada se comparaba con eso. Ningún otro intento fortuito de restregarse las manos con los demás, ninguna toalla era negra de esa forma, y desde luego las calles empinadas eran siempre empiandas de una manera peor. Después, cuando él no llamaba, no doblaba jamás la misma esquina que ella y por supuesto no la veía, ella medía todos los quicios de las puertas y calculaba si la altura del otro era más o menos esa, fingía ser comedida y razonable, fingía entender la situación y fingía que no era frágil, ni una niñata rabiosa, ni una mujer hecha curva afilada.

Ella era, simplemente, y así habia sido, igual a sí misma a lo largo del tiempo. Él era también igual  a como lo estaba siendo en ese instante; ella elegía creerlo así. Elegía saber que el mundo tiene finitas historias y que su vertedero cada vez se llenaba más de historias de mierda. Elegía saber que la hermosura es un estado de los ojos pero que a ojos de todos, la hermosura suya no era nada especial. Elegía saber que otra vez andaba sin inspiración porque ésta se había largado a un rancho arenoso donde crecerán niños rubios con pómulos huesudos.

Después, ella no le llamaba, procuraba no rascarse la herida, apretaba los párpados hasta ver rojo, le maldecía, pedía otra pero no se la bebía, explotaba las moléculas del aire con palabras prescindibles y luego pensaba que así era la vida normal, el orden de las cosas contra el que no iba a pegarse. Y él era (es) tan suavemente difícil, tan alineado, tan melancólicamente invulnerable a su tacto de mujer vulnerada cien veces, que ella se desesperaba (se desespera) y punto.



Paula Sanz.

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