lunes, 12 de abril de 2010

Estallan rosas de pólvora negra.


Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.

Boca y pelvis no bastan para hacer un altar (ni un viñedo, ni un olivar, ni un romancero) de una apetencia, ¿sabes? Engaña porque parece que sí, que sobra con presenciar revoluciones (la caída de los pies sobre las uvas, de las aceitunas sobre la tierra, de las generaciones de hablantes sobre el latín y la irremisible tendencia natural de estos a un ritmo octosilábico) en cada rincón de tu cuerpo ante la mera proximidad de otro para que nos pensemos que esto es Jauja, pero no. Lo que pasa es que anda(mo)s un tanto ocioso(s). Y el ocio es como afilar cuchillos, que se hace mucho y al final rechina. Todos los jodidos días es festivo en este, tu anís de ciudad.

Ciudad de dolor y almizcle,
con las torres de canela.

Canela, albahaca, romero, tomillo, orégano, pimienta, azafrán: las generaciones que nos engendraron condimentaban igual, también igual aderezaban los comienzos insulsos con tomate y aceitunas, convertían la mediocridad en delicia con ajo y perejil, se adornaban la cintura descansando en ella cestos de mimbre pincelados de naranjas, limones, ciruelas, higos y dátiles, se seducían bañados en aceite, bordaban de oro el paladar con miel, piñones, queso y dulce de membrillo, adjudicaban dioses al vino y demás hierbabuenas intrínsecas al sur. Irónicamente, eso es justo lo que nos falta a nosotros: el aprender a sumarnos (la riqueza de las especias radica en acertar a combinarlas), el arrancar atinado, el saber matar el hambre, el sembrar y recoger, el mimar las atracciones, el almibarar las horas y el advertir la naturaleza divina de los placeres mundanos; que se nos marchitan las hierbabuenas y lo que no son hierbabuenas, a ver si nos entendemos. Nos han educado para sentirnos como en casa ante los mismos sabores y las mismas palabras, pero no nos damos cuenta. Hay que joderse, tanta lengua romance común para que hoy solo se oiga tu silencio.
Silencio de cal y mirto.
Malvas en las hierbas finas.

Finas, las palabras que se aparcan cuando duele. Finas, de elegantes. Finas, finísimas, tus hambres de adyacencia. Finas, de tenues. Traigo los brazos entumecidos de tanto ir arrastrando mi entereza. Dicen que la venganza es un plato que se sirve mejor frío pero los nos, cuando mejor saben, es en caliente. En humeante, vaya, de esto que se te quema la lengua y dejas de apreciar ningún sabor en lo que te queda de día. Había pensado en darme esta noche al vino (en mi tierra no pisamos las uvas en balde) para anestesiar no solo mi sentido meridional del gusto sino el enjambre de mecanismos a disposición de mi cuerpo enfermo de sequía para degustar hasta el último de los sinsentidos de esta vida avinagrada, pero me he dicho “tampoco voy a ser tan vulgar”. Unas lagrimillas de rigor y ala, a correr.
(Cualquiera diría que aprendí.)

Aprendí secretos de melancolía,
dichos por cipreses, ortigas y yedras.


Lorca en Romancero Gitano, Yolanda Benito Plaza en Estambul y Paula Sánchez Díaz en las hierbabuenas.

2 comentarios:

  1. Yo, no es por alimentarnos el ego, pero creo que hemos mejorado desde que empezamos esto de una manera descomunal.
    Pero para descomunal el texto que me acabo de zampar. Para descomunal el título.
    Y oye, a ver si aprendo a escribir textos que huelan, como este. Increíble.

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  2. Paula!! (Sánchez, se entiende; aunque Paula, la no-Sánchez, puedes sentirte aludida también) Me ha encantado descubrir este pedacito de literatura en el espacio cibernético. Sabía de tus dotes, pero no sabía hasta dónde llegaban. Precioso. Lo consultaré a menudo, para despejar las sombras que atenazan mi ya no infantil mente. Gracias por el consuelo. Y por cierto, deja Traducción y métete en Filología (sin que por ello debas llevar el bolso a lo pija de Psicología). BESO

    Uri

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