viernes, 23 de abril de 2010

No hay mundo para correr.

Gregory Colbert- Ashes and Snow photograph collection.

Un tango se desgrana a partir del abrazo de una pareja.
Y así deberíamos ser, siempre en el uso de los cuerpos, nunca de cuerpos para dentro; en esta vida que va mal, si alguien tiene un mejor remedio, que me empiece a explicar. Quizás en la duplicidad no reside la respuesta o quizás yo soy ignorante de lo profuso; sea como sea, algo acarrea, algo levanta, que las tripas cuajan y cuajan las pieles y nadie encuentra un porqué para transitar la tierra yerma.

Se baila en un compás de cuatro cuartos, y jamás se toca con percusión porque crea tal estridencia que haría del movimiento cálido un cableado eléctrico de histeria.
El ritmo desbocado por engullirlo todo, por paladearlo todo, no hace sino consumirnos en grietas de lo que avasallamos a nuestro paso. Quién pregunta de verdad y a quién le reverberan las respuestas. Si queda alguien que se pare a pensar. Hay una resquebrajadura de sangre y carencias cruzando los rostros tan compleja o más que deshilachar el impulso deslumbrante del ego alimentado.

El tango es un modo de caminar que vive en la eterna magulladura del que acecha.
Y caminar no es del todo andar cuando reculas, cuando estás equivocando la dirección, la intención y frenaquetechocas. Porque muchos -porque yo- se han bebido su norte en un siniestro de despropósitos, dejando atrás el momento cero en el que la pura expresión era poesía. Genialidad, tu nombre era de esta mujer. Cultivan muchos -cultivo yo- la hojarasca de las antiguas selvas sublimes.

El tango suele llorar sobre el hombro de cualquier bandoneón. 
No está bien visto lo de lloriquear sobre el lomo ajeno, no vaya a ser que se nos vean los colores y ya no podamos defender nuestra figura de acero abrillantado. Qué pagaría yo por lo diáfano, por la transparencia a grito pelado. Qué época es esta, que no me pertenece. A dónde irán a parar las historias polvorientas y de vergüenzas, los fallos de carne y hueso, la aceptación de Las Cosas Que No Fueron. 

Un tango mal compuesto suena a rezongo, a quejido. Un buen tango es el que mata, el que cura.
Mi ceniza y mi lacra antes que mi lamento.



Paula Sanz.


lunes, 19 de abril de 2010

Kilimanjaro.


De un tiempo acá, la mediocridad está de capa caída. Ella, que en sus empieces iba de punta en blanco. No sé si sabes que mediocritas significa literalmente “a la mitad de una senda escarpada” (ocris quiere decir montaña rugosa, que a su vez viene del griego ακρος: alto, agudo, extremo), así que no es culpa tuya que estés a medio camino, tampoco de la mediocridad por existir; es culpa de la sociedad actual, que tacha de andrajoso el estar en pleno ascenso: no valoramos que estemos subiendo, sino que nos crucificamos por no estar ya arriba.
Ακρος también ha dado lugar a acérrimo. No hace falta que venga yo a decirte que para enemigos acérrimos, nosotros mismos. Que la cima que más cuesta no es la de las expectativas ajenas precisamente. A los que tenemos la tendencia natural a otear el horizonte en contrapicado no se nos debe olvidar que el prisma también puede estar recto. O que podemos tirar por la borda los catalejos (de catar, que curiosamente hoy en día hace referencia a las papilas gustativas pero antes significaba mirar, hacia la lejanía) y demás bártulos accesorios: todo, salvo tu sed de aprender y aprehender*. Tanto tú como yo embarcamos en puertos memorables, ahorrémonos el entrecomillado, y el pasar de almirante a polizón, pues, quieras que no, escarnece. Para qué nos vamos a engañar. De arribar aun más lejos, de crecer, mejor ni hablamos. Yo me digo que es cuestión de tiempo, que el ser humano reacciona por estímulos y que ya vendrán mejores marejadas que mezan mis barcos de vapor y no vuelquen mis pateras, pero en el fondo sé que no son más que excusas de capitán sin capa (nada que ver el uno con la otra, viene de caput, capitis: cabeza; no hacen al capitán las vestimentas sino el pensar).
*
Rebus angustis animosus atque fortis appare; sapienter idem contrahentes vento nimium secundo turgida vela.**
Horacio

Cada vez me doy más cuenta de que el remedio para las úlceras más virulentas es el alcohol tibio de las respuestas que apaciguan. Quiero decir que tenemos unos veinte años que colisionan por todos lados con el aurea mediocritas que aconsejo** (y mira que a mí también me pasa, lo de quedarme con el regusto amargo de saber que mis consejos no me los creo ni yo, que no acierto a que las palabras que regalo sean las más conmovedoras ni las más necesitadas). De un tiempo acá, decía, a todos se nos cae la capa (y a todos nos traiciona un poco el alcohol). Porque el manto de la gracia, el estilo, la pasión, el orgullo, la seguridad y la admiración ajena abriga, pero pesa. Y no deja de ser un sobretodo, vaya, que se pone y se quita con la misma facilidad con la que Lupe viene y Lupe se va. Ya sabes a lo que me refiero (porque llevo una hora robando tus palabras, porque no hago sino reformularte).

paula, en minúsculas


* Te tengo asociados estos dos verbos por defecto.
** Muéstrate valiente y alegre en la adversidad; cuando el viento sopla demasiado a favor, el sabio recoge las velas.
Échale un vistazo a
http://remacle.org/bloodwolf/philosophes/Ciceron/officiis1a.htm

viernes, 16 de abril de 2010

Si te dicen que caí.

Are you experienced?
Ah! Have you ever been experienced?
Well, I have.


Si te dicen que caí
o si te dicen
que el infierno son los otros y que es mejor despeñarse vida abajo;
- nada es cierto -
si a veces fallo al adecentar mis irregularidades
como fallan los dedos que no saben embaucar;
si una emboscada me sabe a poco.
- es justo amar lo desgarrado -

Los reflejos tostados del arco de mis brazos
alrededor de una sombra humeante,
el momento del orgasmo,
irse a pique después de vaciar la laguna sucia.
- no queda contraveneno -
Si te dicen todos mis hombres, cada gota de mi error superficial,
y si me consta la oclusión de este panal de hierro y miel
que tenemos a medio labrar.
- quebrantar la ley de supervivencia -

Todo se desliza,
no se queda,
si te dicen que me fui o me hice seda,
- será siempre mentira -
y la letanía de ser mujer como ritual
se abrirá paso entre el dilatado cruce de cuerpos
que me queda aún por tantear.
- no es la soledad lo que cuesta -





Paula Sanz.

lunes, 12 de abril de 2010

Estallan rosas de pólvora negra.


Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.

Boca y pelvis no bastan para hacer un altar (ni un viñedo, ni un olivar, ni un romancero) de una apetencia, ¿sabes? Engaña porque parece que sí, que sobra con presenciar revoluciones (la caída de los pies sobre las uvas, de las aceitunas sobre la tierra, de las generaciones de hablantes sobre el latín y la irremisible tendencia natural de estos a un ritmo octosilábico) en cada rincón de tu cuerpo ante la mera proximidad de otro para que nos pensemos que esto es Jauja, pero no. Lo que pasa es que anda(mo)s un tanto ocioso(s). Y el ocio es como afilar cuchillos, que se hace mucho y al final rechina. Todos los jodidos días es festivo en este, tu anís de ciudad.

Ciudad de dolor y almizcle,
con las torres de canela.

Canela, albahaca, romero, tomillo, orégano, pimienta, azafrán: las generaciones que nos engendraron condimentaban igual, también igual aderezaban los comienzos insulsos con tomate y aceitunas, convertían la mediocridad en delicia con ajo y perejil, se adornaban la cintura descansando en ella cestos de mimbre pincelados de naranjas, limones, ciruelas, higos y dátiles, se seducían bañados en aceite, bordaban de oro el paladar con miel, piñones, queso y dulce de membrillo, adjudicaban dioses al vino y demás hierbabuenas intrínsecas al sur. Irónicamente, eso es justo lo que nos falta a nosotros: el aprender a sumarnos (la riqueza de las especias radica en acertar a combinarlas), el arrancar atinado, el saber matar el hambre, el sembrar y recoger, el mimar las atracciones, el almibarar las horas y el advertir la naturaleza divina de los placeres mundanos; que se nos marchitan las hierbabuenas y lo que no son hierbabuenas, a ver si nos entendemos. Nos han educado para sentirnos como en casa ante los mismos sabores y las mismas palabras, pero no nos damos cuenta. Hay que joderse, tanta lengua romance común para que hoy solo se oiga tu silencio.
Silencio de cal y mirto.
Malvas en las hierbas finas.

Finas, las palabras que se aparcan cuando duele. Finas, de elegantes. Finas, finísimas, tus hambres de adyacencia. Finas, de tenues. Traigo los brazos entumecidos de tanto ir arrastrando mi entereza. Dicen que la venganza es un plato que se sirve mejor frío pero los nos, cuando mejor saben, es en caliente. En humeante, vaya, de esto que se te quema la lengua y dejas de apreciar ningún sabor en lo que te queda de día. Había pensado en darme esta noche al vino (en mi tierra no pisamos las uvas en balde) para anestesiar no solo mi sentido meridional del gusto sino el enjambre de mecanismos a disposición de mi cuerpo enfermo de sequía para degustar hasta el último de los sinsentidos de esta vida avinagrada, pero me he dicho “tampoco voy a ser tan vulgar”. Unas lagrimillas de rigor y ala, a correr.
(Cualquiera diría que aprendí.)

Aprendí secretos de melancolía,
dichos por cipreses, ortigas y yedras.


Lorca en Romancero Gitano, Yolanda Benito Plaza en Estambul y Paula Sánchez Díaz en las hierbabuenas.

domingo, 11 de abril de 2010

Un día la vida echará abajo tu puerta.

The foolish man seeks happiness in the distance, the wise grows it under his feet.

Corren tiempos revueltos, tiempos de cruz y copla, de infiernos con voz propia y de dueños de anomalías vitales que no se explican si no es a base de mutaciones del desangramiento. Esta es la mejor de las épocas y la peor, aquí estamos arrancando pero luego no, hacemos por poder pero no pudiendo, y se me atrofian las necesidades y las metas, no hay pies para sostenerme, tanta miel para tantas bocas de asno. Veinte son los años extraños, las sonrisas merecidas que he otorgado, las piedras aquejadas de delitos y tropiezos que veinte veces se han saldado con la carne deleznable de mis rodillas. Veinte hincadas en tierra de nadie son las que pregono, las que tengo, las que protesto. Y en torno a este desajuste caleidoscópico- que nadie comprende porque no sé si alguien está siguiendo el ritmo de este huracán soterrado, de este irme hacia abajo en silencio- las míseras muestras de decencia que encuentro caducan con solo tocarlas. Se me van los jardines en rociar a mis cerdos con margaritas, siempre el tiempo agitado en lazadas sobre mi cintura, siempre vacío el recipiente de sudor y sangre. Mis años, que en el cuerpo son menos y en los prejuicios son más, mi edad del olvido y de la auténtica reminiscencia, mis yo sin tí y mis tú sin nada, lo barata que puede llegar a ser mi piel. Lo caro que me cobro cada error, cada apalancamiento. No vuelvo porque no sé, no lo dejo porque no quiero, pasar páginas anula demasiado el corazón y yo prefiero vivir con mi siembra, archivar las etiquetas que me cuelgan, tragar con esa mentira que vendo, moverme despacio y volcanizarme luego.
Malditos los veinte años que padezco, el testimonio que tengo para ofrecer, lo temibles que pueden llegar a ser mis pensamientos oscuros, el cariz suicida que veo algunas horas, la locura que invade mi cabeza amueblada en abundancia. No encontrar una época de mi talla, mecanizar el desapego, entrar en contacto con materia y echar el pestillo sobre el espíritu que me ha tocado. Que no me sirva el cuerpo, ser y serlo tanto, saber y sabérmelo tanto que cuando me tratan de cualquiera, no reunir el esfuerzo para contraatacar. Así son estos veinte años. Crudos y no. Admirables y no. Razonables o no. Veinte formas de derivar mi sensibilidad, veinte besos y diez-y-muchos insípidos, la pobreza de lo que cuento cuando veinte años no dan para mucho, no pedir perdón por pretender ser un cruce entre intento fallido y mujer hecha y derecha.

Maldita mi edad de astillas y de reptiles entre las piernas, de condenas absurdas y flechas de media punta.
Maldito entrar en razón, que llegará tarde, cuando la vida eche abajo tu puerta.


Paula Sanz.

sábado, 3 de abril de 2010

No disfruto de un beso si me lo dan con las gafas puestas.

La insoportable levedad del ser no lo es tanto si notas el peso de otro ser; es decir, que la suma de las levedades nos convierte en carne formidablemente tóxica. Si las estructuras óseas van bordadas de músculos compactos-y a mi parecer, eso es lo mismo que cincelar sobre mármol la figura inculpada del gemido ahogado-ser desde fuera y desde dentro del cuerpo se convierte en tarea fácil. La agilidad de existir se consigue durante tan pocas horas. Las esperanzas sucias son, a veces, las más agraciadas; cuánta avidez y qué escrúpulos tan ligeros somos capaces de detraernos mutuamente de la boca. Que se beban tus vientos no siempre debería ser tan importante. Vale más toparse con la extraña circunstancia, rondarla, tentarla, catarla, asumirla como tal, como recóndita armonía, que esperar mientras se gangrena la piel, a que alguien venga a desvivirse con vehemencia. Pero a probar antes de constatar se aprende a base de palos. De palos de ciego, además. Arquear la espalda conlleva tanta carga embellecida, tanto éxtasis por todas partes, que hacerlo a solas es una lástima; ser arqueada por encima de doblarse con mano propia, ser aferrada por encima de sujetarse al extremo del colchón en la lúgubre soledad del que va a dormirse con la cama vacía. La infinita sucesión de un fuego que no tiene talla, de un delicadamente bruto chocar contra la pared, esa es la historia que vamos a contar. Sin candelabros, ni bailar-pegados-es-bailar, ni mampostería ornamentada en los ojos: ser, estar, sin parecer. Solo siendo y sencillamente estando. Múltiplos de extremidades enzarzadas en no sé que turbulencia, atrapadas en no se sabe qué debacle de leyes físicas. Caos engendrando caos y después gloria. Los tobillos delgados que se dejan convencer para dormir con alguien, los nudilllos cosidos, el color indefinido que tenemos todos por las noches. Quitarse el sueño entre sorbo y sorbo. E insisto, no calcular la dimensión de ninguna cosa, no hacer números, sumando cualidad y restando faltas, jamás pedir explicaciones; silenciar lo que sea que se pasee por la mente. Encajar las piernas, eso. Eso y con encanto. Quizás echar un vistazo al hondo pozo que descansa al pie del núcleo incendiado, asustarse al no distinguir el fondo, acobardarse un segundo y volverse torpe. Pequeña concesión al espíritu humano del miedo. Pero seguir, no estremecerse en el punto de no retorno. Toda esta paz y todo este vestigio. Nada lamento al final del velo reticente y deshilado de mí desconfianza, nadie llora. Porque la vida era esto. Nada más y nada menos.
Paula Sanz.

lunes, 29 de marzo de 2010

No sé hasta qué punto es bueno que me gustes (más) a oscuras.


No te imaginas la gracia que me hace que te afeites para la ocasión; que tu voluntad del placer ajeno en general, de dejar tus huellas en mis paredes y otras cavidades en particular, tenga los pómulos tan marcados; la solemnidad que enarbolas cuando estamos entre medias, dan ganas de hacerte cosquillas solo para que me enseñes la imperfección de tus dientes; el ritual de saludarnos con dos besos para restarle importancia al hecho de que es la enésima vez que redundamos, el ritual de despedirnos siempre un poco más de cerca porque, total, sabías a lo que venías; tu manera de perder la paciencia gesticulando al por mayor y tu tendencia a imitar el español abriendo mucho las vocales y terminando todas las frases con joder, no sé de quién lo habrás aprendido.

Le doy a nuestro arte de exprimir las coincidencias dos telediarios.

Tú y yo somos un producto de nuestras culturas. Lo sé porque te mofas de mí cuando sugiero que tomemos pasta con queso emmenthal, vaya ocurrencias; porque tú pides un mililitro de expreso hiperconcentrado y yo un café au lait, double y allongé para mas inri; porque tu concepto de mujer responde a unos niveles de femineidad de los que yo claramente carezco, y eso te viene de allí; porque mi orgullo por firmar con dos apellidos terminados en zeta choca con tener uno libre de todo sonido interdental; porque haces que mi lengua resulte terriblemente prosaica y angulosa cada vez que exilias tu francés o cuando concedes que tu cantabilitá se filtre en él; porque pese a todo una vez fingí la modestia de ignorar je sais pas si les choses marchent comme ça en Italie mais ici sûrement pas y fuiste lo suficientemente prudente como para menguar tu idiosincrasia non, là non plus.

Ya puestos, mengüemos también los afanes de estar dentro del otro.

Tú y yo estamos empezando a ser un producto de esta reciprocidad imprevista. Lo sé porque tú antes no besabas como ahora; porque yo al principio no comulgaba con tus cabos sueltos, tu puntuación arbitraria o tu irreflexión crónica y ahora comienzas a remendarlos, a poner las tildes y a no reflexionar por accidente; porque he aprendido que es mas fácil suavizar tus enfados buscando tu barbilla con la punta de mi nariz que a base de oratoria; que cuando dices que prefieres no significa que quieres pero juzgas mejor usar mitigadores para no demostrarte ávido, tampoco significa que no quieres y no te atreves a decirlo: significa que prefieres; que cuando me sostienes la mirada a distancia y sin parpadear significa que en breves te habrás acercado; que cuando de repente te sosiegas y asientes significa perdona, me he dado cuenta tarde de que querías que pasaran unos segundos de contienda de pupilas antes de besarnos.

Ojo con los cardenales, que no siempre son gajes del oficio.
Paula Sánchez Díaz en Niza (texto); Yolanda Benito Plaza en El Cairo (imagen).

El desenredo de los ejes danzantes.


A quienes nos cambiaron deprisa y corriendo la casaca del concepto de Dos por motivo de fuerza mayor, se nos hace cuesta arriba angular bien el espejo en el que han de reflejarse los actos y palabras de uno. A quienes tenemos de baja por desorientación preventiva la manera en que estilamos existir, se nos antoja prodigiosa la capacidad ajena de vivir improvisando. A quienes la ubicuidad de las tentaciones nos tiene acojonados, la desvergonzadamente excelsa asiduidad de nuestros síes, ya ni te cuento. A quienes aceptamos devoluciones en la sección de Entrega, nos gusta refunfuñar (con la boca pequeña y de refilón, apresurándonos a dibujar una sonrisa para tener contento al otro flanco del mostrador) que el cliente no siempre lleva la razón. A quienes nunca tiramos de lejía por miedo a resultar corrosivos se nos acumulan los trapos sucios en el armario y a quienes nunca terminamos de escurrir bien por miedo a retorcer en exceso nos proliferan las goteras por la casa. A quienes no nos da miedo prometer, terminamos con la sensación de vivir hipotecados sobre bienes vacuos ante acreedores ingratos. A quienes no leemos la letra pequeña, nos dan por culo más de lo recomendable. A quienes nos saltamos los paréntesis, la matemática de las pasiones nos parece una ciencia resbaladizamente inexacta. A quienes hemos barrido los cristales rotos de otros, cargado a la espalda los fardos de otros, digerido las palabras caducas de otros y transformado las ruinas de una en palacio renacentista, no se nos caen los anillos por llamarte guapo. A quienes por suerte o por desgracia los pinchazos de conciencia no nos dejan indiferentes, barrer, cargar y digerir constituyen nuestro particular servicio militar. A quienes leemos primero la última página, los finales previsibles se nos dan de puta madre. De ahí que a quienes sabemos dónde y cuándo vamos a trazar (así de pasada, como quien firma un aviso de llegada) efe i latina ene punto y final nos invade un hedor putrefacto a utilitarismo y practicidad que asemeja nuestra filantropía (llamar amor al amor es de valientes), más que a soneto de Lope, a manual de instrucciones de electrodoméstico de baja gama.
A quienes la vida se nos ha revelado una danza de ejes inconscientes del valor de la razón ejercitada, de la espera y del otro, no estamos por la labor de descorchar nuestro mejor champán por un venga, un aquí y un ahora. Porque no es plan.