lunes, 8 de marzo de 2010

Yo solía salvar del anonimato a cobardes.


A senhora Laura Alves (los nombres de este texto permanecen fieles al original porque son precisamente estos quienes lo engrandecen) gana doscientos euros menos que el salario mínimo interprofesional portugués. Está casada con un basurero que tiene por costumbre pegarse una ducha a las dos de la madrugada, porque es a esa hora cuando regresa de trabajar todos los días del año. A senhora Laura fue atleta profesional pero tuvo que aparcar las sendas de polvo bermellón porque en casa había ruido de pocas nueces y de menos escudos. La estela seguida por la carrera futbolística de su marido se da un aire indignamente idéntico.
A senhora Laura y su marido tienen dos hijos: la mayor es ingeniera civil y dirige las tunas masculinas de la Universidad de Oporto; el pequeño acostumbra a entablar una distancia entre las comisuras de sus labios ligeramente superior a aquella entre el Cabo de Gata y el Bósforo. Pertenece a la especie de niños de ocho años que tienen los dientes separados y que cuando se ponen el pijama y te vienen a dar las buenas noches te arrancan pensamientos del género Me lo como de merienda.
A senhora Laura vive a las afueras de Espinho, pueblo pescador de Oporto cuyos edificios de hormigón apenas despiertan de su letargo moribundo en verano. Antes vivía en el centro pero se vio obligada a abandonar su casa de toda la vida con su madre porque el gobierno portugués tuvo a bien construir una carretera y compensarla económicamente con una suma ligeramente irrisoria o irrisoriamente ligera, tanto monta. A senhora Laura vive por lo tanto con su madre de ochenta años, ciega y senil (podríamos tenerla en una residencia, y acto seguido introduce una explicación de oposición como si la caridad, de puro infrecuente, tuviera que justificarse: pero de los trece hijos que eran todos menos tres murieron antes la vida en Portugal era complicadinha sus padres murieron mi padre murió cuando yo tenía tres años ella siempre ha tirado de todo y bueno se aclara la garganta me ha querido). La fecha de llegada de su madre a la casa coincide con la fecha de partida del concepto de vacaciones: hace más de un lustro que a senhora Laura no abandona Espinho.
A senhora Laura se enfunda a las once de la noche en un Golf turquesa del noventa y cinco para recogernos a los cuatro peregrinos desconocidos a los que ha tenido a bien acoger en su casa. Aguarda sentada en una silla con una sonrisa no demasiado explícita -así es como mejor se expresan la complacencia y la templanza- a que terminemos de alardear de las multitudes de principios que pueblan nuestras existencias exentas de responsabilidades. Mi egoísmo y yo, que habíamos venido llorando juntos en el tren, nos avergonzamos de la vanidad de nuestra propia existencia. Hace falta que vengan los pobres a enriquecernos de humildad y otras carencias radiales a quienes nacimos sobrados de dinero ajeno y de vanidades propias. Con suerte en lo que nos queda de camino conseguimos desgarrarnos la cruz de Occidente: la hipócrita prepotencia de una carne y unos huesos contra otra carne y otros huesos, la dignidad cuando esta designa la defunción del espíritu, la parálisis de la compasión por defecto y la ceguera endémica de no saber aprender. A ver si vamos recuperando la humanidad que nos robaron los dogmas convertidos a supersticiones (siempre se ha dicho que los conversos son los peores) y el capital, que nos viene haciendo falta.

2 comentarios:

  1. pelos de punta!me dejas con las ganas de conocer a Laura:)

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  2. sip....yo tuve la suerte de conocerla...y de poder compartirlo con super aguilucho ;)

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